miércoles, 27 de enero de 2021

SONETO ELEGIACO A PEDRO PABLO POLO ASENSIO.






 

De cuajo, el hacha en tajo, en oscuridad,

 cerró tus carnes, hurtó en sí tu viento,

 te llevó en su boca como alimento,

 raptó perenne tu umbría intimidad

 

 en yunque sin pendiente. Malignidad

 del hacha, en tajo fino y sediento

 del licor de tu pecho, sarmiento

 seco por tu halo de fecundidad

 

 que fue tu vendimia. Aquí el mundo

 rota de su noche a su día, sin más,

 guión único, natural, rotundo.

 

 Pero a mí la oscuridad dónde estás

 me duele, de la vista a lo profundo,

y en mi voz, tu muerte está en el jamás.

 

 

 Madrid, 24 de enero de 2021.

                                                                                                                                                                    

 

jueves, 13 de agosto de 2020

DE MAÑANA.

 

POEMA.







Ya el gallo cantó. El sol se abre paso

Hasta las alturas de los árboles

que regalan sus verdes oscuros en vivaz brisa atemperada, aún, de noche

gustosa por las sábanas sobre los cuerpos desnudos.

Los pasos dentro de la casa van sonando

hacia la vivaz meta del día que se abre,

como el cielo está, entre el pan tostado,

con el baile de tomates, de aceite y de ajo,

sobre la mesa de muchos tiempos heredados.

Una hermana me llama. Y salgo de los mundos

que la higuera me regala con sus sombras

de raíz húmeda e higos maduros,

con su olor que me da lo que ahora soy.

Una hermana me llama; ¡voy!¡ya voy!


El Brezo, 13 de agosto de 2020.

domingo, 9 de agosto de 2020

ROMANCILLO A MIS AMIGAS DE JAÉN.














Te voy a cantar una historia

joven de parca lengua,

para que en tu camino,

espero de muchos días,

te sea de apoyo y no de mengua

en tu saber y sabiduría.





Nací en la tierra de los olivares,


de sierras ocres, de campiñas

varias según el viento sus cantares.

Se llama Jaén y en lejanos

años, otros nombres les dieron

los que allí su sangre dejaron.

Pues ahí, y en la dulce infancia,

conocí a una risueña niña

y al poco, como de natural es la lluvia,

estábamos jugando calle arriba o calle abajo

al son del alto y viejo campanario.

La niña se hizo zagala

y yo muchacho imberbe,

dejando las correrías

por paseos y algunas veladas

que parecían ser de mayor importancia.

Las primaveras fueron pasando

como llegando más amigas

y más muchachos de barbas rasurando.

Pero tres los nombres te daré;

Carmen, la de mi infancia,
ágil y nerviosa como el rabo de una lagartija.

M Carmen: de las horas
hacía siestas que de agua estaban secas.

Victoria; de las tardes de terraza
era sudor su espera hasta que el gallo cantaba.

Con las tres sigo la amistad

por ventura y, con los tiempos pasados,

cada cuál vivió por fortuna

sus deseos de hacer vida

y traer hijos a este mundo

que, como Quijote, no es por locura

sino por libertad que a aquella sólo se le ventura.

¡ Y créeme muchacho!, a esta edad

en la que sé menos por conocer más,

sigo junto a aquellas tres zagalas

brindando del vaso de la amistad

para saborear de la ambrosía

que da el fruto de saberse amigo.



¡No me mires así chaval!

que aunque te digan lo contrario

lo único que elejirás en tus días

será a la mujer que te ame

y a los pocos amigos que te agranden

el surco que al final dejarás

en las manos o en la memoria

de los que viste  y tocaste,

pues el viento de este mundo

te borrará como una estela de mar

aún estés en lo alto o en lo profundo

de la estepa que tienes que andar.




El Brezo, ocho de agosto de 2020.

domingo, 17 de mayo de 2020

RECORDANDO CON RAFA.




Hay personas que dicen que los recuerdos nunca se deben recoger. Yo creo que hay que cosecharlos en su estación para saborearlos y compartirlos, si no qué sentido tienen.
En estas sencillas líneas comparto contigo, amigo Rafael, algunos. Son recuerdos que, por el paño amarillento del tiempo, apenas se reconocen y posiblemente distorsionen la realidad que por aquellos entonces vivimos. Del espejo del tiempo salen los sábados de madrugue y fútbol, del aperitivo de cañas y partidas en la máquinas de bolas en Aguilar. Las tardes de sesión continua en el cine Capri, o el Granada, que, a veces, sólo a veces, dejaban su continuidad por la sonora bofetada que una moza le daba a alguno de la panda por intentar robarle un beso, o por regalarle un tocamiento deseado y que se rechazaba sin más argumento que la insistencia; era aquello de “el que la persigue la consigue” y que ellas mismas nos decían con sus labios salados de pipas. ¡Qué tardes!





Sigo pasando el paño por el azogue, y nos vemos en tu  SEAT 850, el primer coche de la pandilla, bajando y subiendo la carretera de Valencia como infantes en caballos de libertad. Las partidas de tenis en las primeras máquinas electrónicas, las primeras citas con chicas en la Cruz Blanca de Goya y los primeros “tanques”- plantones – que nos cabreaban y que más tarde trataríamos de vengar en los guateques de bombilla rojas y roces que sólo nos inflaban más las hormonas.
Sin darnos cuenta dejamos de ser infantes y las calles de la vida nos hicieron cabalgar como caballeros en armas para conquistar el futuro. Desde ahí, justo desde ahí, cada cual cabalgó por senderos distintos y muchas veces opuestos, hecho por lo que el retrato del tiempo compartido ya no era tan común, sintiendo y comprendiendo que, el vinculo del jardín, de los pasillos de escondites, de los huecos de ascensor confesores de intimidades, de las partidas de futbolín en las tardes de tedio lluvioso, de las postales que los veranos nos regalábamos, de todos los secretos de nuestra adolescencia, se quedaría en foto fija a la que un día u otro  volveríamos. Hace unos momentos he doblado la esquina del ahora y he vuelto a esa foto que sigue, aunque algo más descolorada, pero sigue, en el espejo que un día nos devolvió, en movimiento, juntos.
A partir de ahora, quiero imaginar que tu recorrido seguirá por otros aires, por otros cines y por otros campos de fútbol sabatinos, pero lo que estoy seguro es que lo harás en un SEAT 850. ¡Que recorras muchos kilómetros amigo Rafa!

viernes, 1 de mayo de 2020

REDACCIÓN PARA EL DÍA DE LA MADRE.







Te quiero mucho mamá. ¡Felicidades! Hoy te regalo esta redacción que me mandaron en el colegio. Te doy las gracias por lo bien que me cuidas, por tus besos, aunque a veces me besuqueas sin parar y no me gusta, por las cosquillas que me haces cuando me lavas. Te quiero mucho mamá por todo lo que haces por mí y mis hermanitos. Gracias por cuidarnos y por querernos tanto.
¡Muaaaaa!, tan grande como el Sol.

Tu hijo Manolín.











Imagino que eso escribiría estando en párvulos. Con siente años quizá diría más, no lo sé. El caso es que recuerdo a mi madre peinándome el flequillo, poniéndome la corbata, que, la llamaban de chicle, por llevar una goma para sujetase al cuello. La veo, en el vivir del recuerdo, cogiéndome de la mano cuando salíamos a la calles. ¡La protección de las madres!, dicen. ¡Bendita protección!
Creo que si ahora me mandaran una redacción los maestros del colegio, no sería tan clara y sencilla como aquella que escribiría con siete años.
Me quedo con eso:

¡Muaaaaaa!, tan grande como el Sol.






Mayo de 2020.

miércoles, 15 de abril de 2020

VIAJE POR LAS ESCULTURAS DE JUAN MORAL MORAL.



















VIAJE POR EL MUNDO ESCULTÓRICO
DE
JUAN MORAL MORAL.


  
En un amanecer de un día cualquiera, voy caminando por la gravilla de la casa de los Litospacios. Oigo el peso de mis pasos separando la grava y, sin más, me sale del recuerdo la primera vez que vi a Juan encontrar la forma y manera de organizar, de colocar un primer conjunto de piedras y arenas dentro de un formato nuevo. Aquello no fue difícil, pero sí dificultoso de concretar, de acomodar para la nueva visión de escultura colgada que no tardó en llegar.
Una vez que el crujir de la arena se hace común en mis oídos, me encuentro con una composición, quizá de las primeras, de arenilla sulfatada intensa, fuerte y sobre ella unas lanchas de granito que, como islas, emergen para dar un relieve contundente, efecto que llama de inmediato al acto de la creación. En los bordes de granito y sobre la amarilla tierra machacada, un fino polvo terroso rojo mezclado con núcleos molidos de lava negra. Una composición sencilla, muy natural. Sin embargo, al ya acompañado amanecer por limpio sol, la sencilla obra cambia, minuto a minuto, y va dejando una serie de sensaciones muy diferente en la acción de mi mirar. Todo cambia; los amarillos, el granito, el color pimentón. El Litospacio es otro y más aún cuando las sombras de los relieves mordisquean, ensombreciendo las partes que minutos antes estaban desnudas a la luz.
Las sensaciones que me envolvían iban creciendo entre las rectas cortadas, o de manera tenue, pero pensada, escondidas bajo los relieves salvajes de formas volcánicas, de praderas agostadas de arenas manipuladas por los dedos del escultor como el viento que cada día nos parece diferente, nuevo. La mirada se metía en otras creaciones que dejaban en nacimiento las entrañas de una mina desde sus negros más supurantes, o las formas simientes de tierras ferrosas por las que muchas veces vagué y casi nunca me paré a mirarlas. En casa del escultor Juan la más simple naturaleza se me viene en óperas de formas, de relieves, de huecos, de brisas quietas en su vida de conjunto escultórico para deleite del observador en el que me vi reconocido.
El Sol seguía su tiempo y en el siguiente paso me encontré con unas formas de hierro ya tratado, en el cual los volúmenes, de imaginación desatada, nacían de una geometría concreta y por ello pensada. El hierro bailaba al son del fuego que le dio forma, amplitud y vacíos, mordiéndose de tal manera que ofrecían sus límites de manera fantasmal en un juego de amputaciones y finitudes que daban como resultado amplios y hermosos vacíos escultóricos que me conducían al conjunto del hierro curvado, mordido por la mirada exploradora, mientras que por la parte contraria el mismo hierro se fortalecía con mantos de rocas, de pequeñas piedrecillas y arenas que susurraban el furor tan abrumador de su natural escultura. Aquellas Geometrías Orgánicas, así las denominó Juan, hablaban por sí solas de fuerzas rebeldes al espacio sin más, reclamando su intención de ser, en sí mismas, unos volúmenes abiertos aceptando sólo los límites que la luz les daba. Pero aquellos volúmenes danzando como chamanes al reflejo del fuego, decían más, explotaban en movimientos, en cuevas por donde el céfiro se limpiaba de cualquier costumbrismo que por saberlo siempre ahí, jamás me fijé en su musicalidad. La mirada jugaba al escondite con la luz, con los huecos y desfiladeros de viento, con las piedras que como corales colonizaban el hierro roto, curvado y hueco que la mano del escultor imprimió con su fiebre creativa, sólo rota por la humana inmediatez del instante por parir, de sentir el aliento de lo hecho por uno mismo. Algo que por carnoso no deja de ser eterno.
Y el canto de las esculturas me seguía atrapando, llevándome ante la entelequia de lo bello. Sin embargo la sensibilidad, el cansancio que afloraban, me aconsejaron atrapar una silla para sentarme un tiempo. ¡Un museo no se ve en un rato! Hay que volver, volviéndose, ante las creaciones, una y otra vez si se quiere entrar en sus entrañas. Pero mi mirada seguía escrutando aquellos Litospacios, aquellos volúmenes rasgados, adentellados como el perfil de la montaña en el horizonte. Cerré los ojos. Más tarde seguiría el camino por la casa de Juan.
En el suspiro de tranquilidad que respiraba, algunos recuerdos me vinieron a visitar. En un viaje memorístico por ellos, comencé por la obra que no estaba en casa del escultor, al menos físicamente. De repente me vi, como saltamontes intemporal, en la Plaza del Copo;



escultura que, enganchada en las olas del cielo, baja, hasta el hueco arenoso del mar, con la misma fuerza que los pescadores encierran su sustento. Luego me senté en la Plaza de la Hispanidad;






monumental encuentro de dos esculturas que escapan al universo, dejando, en sus dos caras, una mezcla de colores, de giros asimétricos de piedras y arenas que no escapan al sentido del encuentro, enraizando desde la diversidad decenas de culturas, de costumbres, de vidas, que, con sus historias, se nombra Iberoamérica. Desde allí y dentro de una calada de cigarrillo, me presenté ante otro conjunto escultórico; Signos Orgánicos; las chapas de acero desafían al tiempo como una lengua de gravedad que saborea distintos vacíos que en unos antes diferentes hombres crearon para cuajar sus respiros y sus ganas de compartir, igual que las piedras lo hacen con los secretos del universo.
Sin avisar, mi atención se desvió con una luz que se encendió, como estrellas de verano, e instintivamente volví a saltar y me adentré en La Torre del Saber;





estoica columna, que desde dentro, uno se libera, como gorrión en jaula, por las ventanas de aire que la palabra, el sueño, la curiosidad y tal vez la misma naturaleza nos dan para la libertad de nuestro espíritu, sin camino trazado ni conocido por nadie, sólo por uno mismo. Ya dije, dentro se siente algo mágico, como un deseo que se hereda, como si uno mismo fuera una estela de estrellas sobre las crines de no saberse un final. Pero el dedo del recuerdo quiera pasar la página de mi memoria y vuelo, como gavilán en un mediodía, sobre otra torre de acero, chorreada de mármoles, ágatas y huecos que asoman las manos de un atardecer o los pasos por llegar de la aurora. Me poso en el borde superior del Monumento a la Historia de Torrelodones y en espejo, la Luna devora la silueta de la escultura, saliendo de ella de forma hermosa, dulce, para acunarme en el sueño de los plácidos. Quizá sea ésta la escultura que más me sugiere, en el mundo de Juan,- me digo -.
En poco, el viento de los tiempos hace pasar, más y más páginas de mi memoria llegando, como lector ávido, curioso, por diferentes esculturas; Elevación, Torre de los Tiempos, El Sello de Veciissi*




y decenas de Litospacios que guardan, como Cerbero, intimidades, gestos, conversaciones de gentes, al ponerlos en las paredes o en las fachadas de sus casas.
La silla me avisa, con un leve dolor muscular, que es hora de seguir caminando. Y así la grava vuelve a sonar. Bajo, unas escaleras y me adentro en un cuenco escavado en la roca, como suspiro de espacio abierto. Allí, en el cuenco, me alimento de un conjunto litospácico evocador al Renacimiento. Ante mí Florencia. El sutil y vaporoso visillo del tiempo se levanta, sin respiro, sin hollares imaginarios, e ilumina mis sensaciones de Belleza, sin más. En esta parada soy una inmensa pradera recibiendo la lluvia de primavera otra vez de vuelta. A mi lado, alguien hace cuento a la manida referencia literaria, pero yo sigo saboreando, cucharada a cucharada, aquel energético alimento, absorbiendo del pétreo cuenco el encanto, la magia de los murales que tenía ante mí.
Ya alimentado, salgo de la artesa rocosa bajo la luz de atardecer y me encuentro con unas esculturas que, como soldados clavados sobre la arena, parecen vigilar de forma cabalística los quiebros y requiebros de su esencia, acero, que se retuerce entre huecos rotos por estrellas, por los cánticos de unas gentes indígenas – a mí me recordaban los tótems de los indios norteamericanos – mientras, inmóviles, los lanzaban a sus horizontes como extensión de su espíritu.
Un viento fino me hizo un escalofrío y me fui a por un poco de calor. Entré en la casa de Juan y me encontré  con una multitud de esculturas; en unas el bronce se volvía jazz, en otras baile, movimiento de colas aflamencadas en la quietud perenne de la materia esculpida. En otra, el bronce se divide en dos, como la mar al paso del barco que la surca, para luego volver a encontrase en un beso* sin perfil tallado, definido.




*


Ante aquella colección de decena de esculturas, vi la cascada de aire bajada de donde Juan partió y, una vez crecida a río, recorrer sus meandros entre acantilados cortados a filo, entre valles de bruma a la espera de la luz fecunda y así poder coger el fruto de una creatividad, aguas más abajo, para un nuevo mundo escultural.
Veo un reflejo sobre el bronce. Es la Luna que ya ha salido de su almohada vestida de blanco impoluto, con su sonrisa de boca llena. Los pasos sobre la arena se dispersan en multitud, las palabras de saludos se amplían a ritmo de reencuentros, unos añorados, otros divertidos. Salgo al jardín y sobre la grava me encuentro con un conjunto de esculturas pétreas, estoicas a sus focos de luz, inmensas de naturaleza, brutales en su corte que, como rayos de tormenta, rasgan el manto de la cuajada noche. “Diálogos Pétreos”, las llama Juan. Me acerco a una de ellas. Camino despacio, muy despacio, a su alrededor. Con mi mano la toco, la siento y en una nueva página de mi pensamiento voy dibujando, tacto a tacto, la silueta de un pingüino acurrucando, entre sus patas, a su cría para protegerla del frío. Me sonrío por la imagen que me sugiere la pétrea escultura. Horas más tarde se llamaría “Protección”.

La madrugada se pasea por las calles vacías y ahora, sobre el folio en el que escribo, soy consciente de haber hecho un viaje único, sin tasas ni billetes que pagar, por un mundo en el que se suprime la prisa, que es un juego de luz que vacía la realidad del aire para fijarse en los duros bloques de rocas y aceros, un ensueño escultórico que da, en su peso, su inmortalidad. Pero mi viaje está a punto de llegar a su fin. Sin embargo, el mundo que visité hace unas horas, estará abierto a nuevas mañanas, a otros ojos, a otras manos y sensaciones. Estará esperando que alguien, otra vez,  le quite el manto de la quietud y lo ilumine, que diferentes pensamientos escriban la geometría de su alma, como ya dijo Sócrates.
La tinta me escasea y la mano me dice basta. Voy a poner el punto final. Pero antes un deseo, pues la Luna me espera sobre la misma almohada; el mundo de los Litospacios y de las esculturas de Juan, os está esperando como la orilla a la ola, como el aire sabe del vuelo de un pájaro. Espero que estas líneas escritas, os conviertan en aves y os lance, por curiosidad, para volar en la creación de vuestro propio sueño, a ese mundo del que hoy llegué. Ahora sí escribo el punto final.


















Manuel Moral Roca.
Madrid, 13 de abril de 2020.

viernes, 10 de abril de 2020

OTRA REFLEXIÓN








Dentro de un jarrón sin flores el corazón me gotea, espina a espina, por los libros de hojas rojas que se cierran sin haber puesto la contraportada. A la vejez se la quema como un periódico en una hoguera, sin leerlo, inconscientes de las historias que llevan impresas. A la vejez, inmenso remanso de la sabiduría humana, se la seca con el Terral del relativismo, se la encarcela en el inconsciente egoísta del hoy, de lo que vende. ¡Qué gran equivocación!La vejez es el espejo en el que la juventud debe mirarse, el agua necesaria para regar su existencia, la pradera, que pareciendo muy lejana, debe alcanzar paso a paso. Debe ser la cima que se sabe que está al fondo del valle por recorrer, es la rama de olivo donde colgar las dudas, la cicatriz por la que nos definimos como humanos.
En estos días de jarrón sin flores, de calles sin personas, de pasos cortos en derredor de sillones, de mesas, parece saltar, como un saltamontes escondido detrás de una mata usual, reflexiones que nos parecen nuevas por inhabituales. ¡Qué va! La vuelta atrás – es lo que significa reflexión-  siempre ha estado ahí, como el muro que delimita nuestro camino, y por ello mismo pasa desapercibido. El mundo siempre ha girado a la misma velocidad y sin embargo, el día, el ahora, se quiere, se exige en el instante, con rapidez, si no ya no vale. El poeta Horacio dijo “carpe diem”, es decir, “aprovecha el día”. Claro que tenemos que tomar el día, pero para saborearlo, para crearnos en él, para compartirlo con mil sensaciones, con millones de sueños, desde que vemos encender su antorcha hasta soplarla para acogernos al descanso del guerrero, esperando volver a palpitar con el encendido de un nuevo "carpe diem”. Y eso, repetido unas decenas de miles de veces es la vejez.
A lo largo de la historia los pueblos se unían en contra del invasor, como hace nuestro cuerpo para echar a cualquier patógeno. Ahora, dentro de lo que se ha llamado la Globalización, la humanidad se une al verse en peligro, al sentir el miedo por su existencia. ¿De verdad que sólo vamos a mirar al otro, sin los prejuicios de razas, de religiones o de clases que sólo existen en nuestro imaginario de soberbia, cuando intuimos que el final de todo lo tenemos ante nuestros ojos? Volvamos atrás, reflexionemos.
Miguel Delibes, en su novela “La hoja roja”, relata la vida de unas personas  que después de años de trabajo pasan a la jubilación. Respetemos las manos callosas de nuestros padres, las decenas de arrugas de nuestros abuelos, que no son otra cosa que las pirámides y los caminos de la sabiduría humana. No dejemos a los que han caminado hasta el lago de la vejez en mitad de una calle solitaria al albur del viento de la displicencia, del relativismo y del egoísmo devorador en el que nos miramos. Volvamos atrás. Seamos por unos instantes ayeres. Reflexionemos. 



Madrid, 10 de abril de 2020.