VIAJE
POR EL MUNDO ESCULTÓRICO
DE
JUAN
MORAL MORAL.
En un amanecer de un día
cualquiera, voy caminando por la gravilla de la casa de los Litospacios. Oigo
el peso de mis pasos separando la grava y, sin más, me sale del recuerdo la
primera vez que vi a Juan encontrar la forma y manera de organizar, de colocar
un primer conjunto de piedras y arenas dentro de un formato nuevo. Aquello no
fue difícil, pero sí dificultoso de concretar, de acomodar para la nueva visión
de escultura colgada que no tardó en llegar.
Una vez que el crujir de la arena
se hace común en mis oídos, me encuentro con una composición, quizá de las
primeras, de arenilla sulfatada intensa, fuerte y sobre ella unas lanchas de
granito que, como islas, emergen para dar un relieve contundente, efecto que
llama de inmediato al acto de la creación. En los bordes de granito y sobre la
amarilla tierra machacada, un fino polvo terroso rojo mezclado con núcleos molidos
de lava negra. Una composición sencilla, muy natural. Sin embargo, al ya
acompañado amanecer por limpio sol, la sencilla obra cambia, minuto a minuto, y
va dejando una serie de sensaciones muy diferente en la acción de mi mirar.
Todo cambia; los amarillos, el granito, el color pimentón. El Litospacio es
otro y más aún cuando las sombras de los relieves mordisquean, ensombreciendo
las partes que minutos antes estaban desnudas a la luz.
Las sensaciones que me
envolvían iban creciendo entre las rectas cortadas, o de manera tenue, pero
pensada, escondidas bajo los relieves salvajes de formas volcánicas, de
praderas agostadas de arenas manipuladas por los dedos del escultor como el
viento que cada día nos parece diferente, nuevo. La mirada se metía en otras
creaciones que dejaban en nacimiento las entrañas de una mina desde sus negros
más supurantes, o las formas simientes de tierras ferrosas por las que muchas
veces vagué y casi nunca me paré a mirarlas. En casa del escultor Juan la más
simple naturaleza se me viene en óperas de formas, de relieves, de huecos, de
brisas quietas en su vida de conjunto escultórico para deleite del observador
en el que me vi reconocido.
El Sol seguía su tiempo y en el
siguiente paso me encontré con unas formas de hierro ya tratado, en el cual los
volúmenes, de imaginación desatada, nacían de una geometría concreta y por ello
pensada. El hierro bailaba al son del fuego que le dio forma, amplitud y
vacíos, mordiéndose de tal manera que ofrecían sus límites de manera fantasmal
en un juego de amputaciones y finitudes que daban como resultado amplios y
hermosos vacíos escultóricos que me conducían al conjunto del hierro curvado,
mordido por la mirada exploradora, mientras que por la parte contraria el mismo
hierro se fortalecía con mantos de rocas, de pequeñas piedrecillas y arenas que
susurraban el furor tan abrumador de su natural escultura. Aquellas Geometrías
Orgánicas, así las denominó Juan, hablaban por sí solas de fuerzas rebeldes al
espacio sin más, reclamando su intención de ser, en sí mismas, unos volúmenes
abiertos aceptando sólo los límites que la luz les daba. Pero aquellos
volúmenes danzando como chamanes al reflejo del fuego, decían más, explotaban
en movimientos, en cuevas por donde el céfiro se limpiaba de cualquier
costumbrismo que por saberlo siempre ahí, jamás me fijé en su musicalidad. La
mirada jugaba al escondite con la luz, con los huecos y desfiladeros de viento,
con las piedras que como corales colonizaban el hierro roto, curvado y hueco
que la mano del escultor imprimió con su fiebre creativa, sólo rota por la
humana inmediatez del instante por parir, de sentir el aliento de lo hecho por
uno mismo. Algo que por carnoso no deja de ser eterno.
Y el canto de las esculturas me
seguía atrapando, llevándome ante la entelequia de lo bello. Sin embargo la
sensibilidad, el cansancio que afloraban, me aconsejaron atrapar una silla para
sentarme un tiempo. ¡Un museo no se ve en un rato! Hay que volver, volviéndose,
ante las creaciones, una y otra vez si se quiere entrar en sus entrañas. Pero
mi mirada seguía escrutando aquellos Litospacios, aquellos volúmenes rasgados,
adentellados como el perfil de la montaña en el horizonte. Cerré los ojos. Más
tarde seguiría el camino por la casa de Juan.
En el suspiro de tranquilidad
que respiraba, algunos recuerdos me vinieron a visitar. En un viaje memorístico
por ellos, comencé por la obra que no estaba en casa del escultor, al menos
físicamente. De repente me vi, como saltamontes intemporal, en la Plaza del
Copo;
escultura que, enganchada en
las olas del cielo, baja, hasta el hueco arenoso del mar, con la misma fuerza
que los pescadores encierran su sustento. Luego me senté en la Plaza de la
Hispanidad;
monumental encuentro de dos esculturas
que escapan al universo, dejando, en sus dos caras, una mezcla de colores, de
giros asimétricos de piedras y arenas que no escapan al sentido del encuentro, enraizando
desde la diversidad decenas de culturas, de costumbres, de vidas, que, con sus
historias, se nombra Iberoamérica. Desde allí y dentro de una calada de
cigarrillo, me presenté ante otro conjunto escultórico; Signos Orgánicos; las
chapas de acero desafían al tiempo como una lengua de gravedad que saborea
distintos vacíos que en unos antes diferentes hombres crearon para cuajar sus
respiros y sus ganas de compartir, igual que las piedras lo hacen con los
secretos del universo.
Sin avisar, mi atención se
desvió con una luz que se encendió, como estrellas de verano, e instintivamente
volví a saltar y me adentré en La Torre del Saber;
estoica columna, que desde
dentro, uno se libera, como gorrión en jaula, por las ventanas de aire que la
palabra, el sueño, la curiosidad y tal vez la misma naturaleza nos dan para la
libertad de nuestro espíritu, sin camino trazado ni conocido por nadie, sólo
por uno mismo. Ya dije, dentro se siente algo mágico, como un deseo que se
hereda, como si uno mismo fuera una estela de estrellas sobre las crines de no
saberse un final. Pero el dedo del recuerdo quiera pasar la página de mi
memoria y vuelo, como gavilán en un mediodía, sobre otra torre de acero,
chorreada de mármoles, ágatas y huecos que asoman las manos de un atardecer o
los pasos por llegar de la aurora. Me poso en el borde superior del Monumento a
la Historia de Torrelodones y en espejo, la Luna devora la silueta de la
escultura, saliendo de ella de forma hermosa, dulce, para acunarme en el sueño
de los plácidos. Quizá sea ésta la escultura que más me sugiere, en el mundo de
Juan,- me digo -.
En poco, el viento de los
tiempos hace pasar, más y más páginas de mi memoria llegando, como lector
ávido, curioso, por diferentes esculturas; Elevación, Torre de los Tiempos, El
Sello de Veciissi*
y decenas de Litospacios que
guardan, como Cerbero, intimidades, gestos, conversaciones de gentes, al
ponerlos en las paredes o en las fachadas de sus casas.
La silla me avisa, con un leve
dolor muscular, que es hora de seguir caminando. Y así la grava vuelve a sonar.
Bajo, unas escaleras y me adentro en un cuenco escavado en la roca, como suspiro
de espacio abierto. Allí, en el cuenco, me alimento de un conjunto litospácico
evocador al Renacimiento. Ante mí Florencia. El sutil y vaporoso visillo del
tiempo se levanta, sin respiro, sin hollares imaginarios, e ilumina mis
sensaciones de Belleza, sin más. En esta parada soy una inmensa pradera recibiendo
la lluvia de primavera otra vez de vuelta. A mi lado, alguien hace cuento a la
manida referencia literaria, pero yo sigo saboreando, cucharada a cucharada,
aquel energético alimento, absorbiendo del pétreo cuenco el encanto, la magia
de los murales que tenía ante mí.
Ya alimentado, salgo de la
artesa rocosa bajo la luz de atardecer y me encuentro con unas esculturas que,
como soldados clavados sobre la arena, parecen vigilar de forma cabalística los
quiebros y requiebros de su esencia, acero, que se retuerce entre huecos rotos
por estrellas, por los cánticos de unas gentes indígenas – a mí me recordaban
los tótems de los indios norteamericanos – mientras, inmóviles, los lanzaban a
sus horizontes como extensión de su espíritu.
Un viento fino me hizo un
escalofrío y me fui a por un poco de calor. Entré en la casa de Juan y me
encontré con una multitud de esculturas;
en unas el bronce se volvía jazz, en otras baile, movimiento de colas aflamencadas
en la quietud perenne de la materia esculpida. En otra, el bronce se divide en
dos, como la mar al paso del barco que la surca, para luego volver a encontrase
en un beso* sin perfil tallado, definido.
*
Ante aquella colección de
decena de esculturas, vi la cascada de aire bajada de donde Juan partió y, una
vez crecida a río, recorrer sus meandros entre acantilados cortados a filo,
entre valles de bruma a la espera de la luz fecunda y así poder coger el fruto
de una creatividad, aguas más abajo, para un nuevo mundo escultural.
Veo un reflejo sobre el bronce.
Es la Luna que ya ha salido de su almohada vestida de blanco impoluto, con su
sonrisa de boca llena. Los pasos sobre la arena se dispersan en multitud, las
palabras de saludos se amplían a ritmo de reencuentros, unos añorados, otros
divertidos. Salgo al jardín y sobre la grava me encuentro con un conjunto de
esculturas pétreas, estoicas a sus focos de luz, inmensas de naturaleza,
brutales en su corte que, como rayos de tormenta, rasgan el manto de la cuajada
noche. “Diálogos Pétreos”, las llama Juan. Me acerco a una de ellas. Camino
despacio, muy despacio, a su alrededor. Con mi mano la toco, la siento y en una
nueva página de mi pensamiento voy dibujando, tacto a tacto, la silueta de un
pingüino acurrucando, entre sus patas, a su cría para protegerla del frío. Me sonrío
por la imagen que me sugiere la pétrea escultura. Horas más tarde se llamaría
“Protección”.
La madrugada se pasea por las
calles vacías y ahora, sobre el folio en el que escribo, soy consciente de
haber hecho un viaje único, sin tasas ni billetes que pagar, por un mundo en el
que se suprime la prisa, que es un juego de luz que vacía la realidad del aire
para fijarse en los duros bloques de rocas y aceros, un ensueño escultórico que
da, en su peso, su inmortalidad. Pero mi viaje está a punto de llegar a su fin.
Sin embargo, el mundo que visité hace unas horas, estará abierto a nuevas
mañanas, a otros ojos, a otras manos y sensaciones. Estará esperando que
alguien, otra vez, le quite el manto de
la quietud y lo ilumine, que diferentes pensamientos escriban la geometría de
su alma, como ya dijo Sócrates.
La tinta me escasea y la mano
me dice basta. Voy a poner el punto final. Pero antes un deseo, pues la Luna me
espera sobre la misma almohada; el mundo de los Litospacios y de las esculturas
de Juan, os está esperando como la orilla a la ola, como el aire sabe del vuelo
de un pájaro. Espero que estas líneas escritas, os conviertan en aves y os
lance, por curiosidad, para volar en la creación de vuestro propio sueño, a ese
mundo del que hoy llegué. Ahora sí escribo el punto final.
Madrid, 13 de abril de 2020.